Cuentos Tontos

Esas historias que se te ocurren de repente, cuando pasa a tu lado un viejo con una boina de aquellas, o cuando se te sienta enfrente en el autobús una embarazada con esa cara mezcla de alegría, suficiencia y sufrimiento. Esas.

16.3.06

Conchi


Conchi tenía un camión.

Era un camión normal, no como el descapotable lila de la barbi, ni como el batmóvil. Era un simple camión.

Le gustaba a Conchi su camión: era un camión de obra, un volquete amarillo que había encontrado en el armario de su abuela, rebuscando maravillas.

La abuela le dijo que había pertenecido a su padre, cuando tenía un par de años más que ella. Que el chaval había estado todo el año pidiéndolo, y portándose bien, o intentándolo, para conseguir aquél camión por Reyes.

Así que lo cogió: ella ya sabía que era un juguete "de chicos": tenía seis años y ni un pelo de tonta, pero le gustó su amarillo chillón, sus aristas agudas que ya no se veían en los juguetes de ahora, su extraño mecanismo de dirección: un cable y una caja para guardar las pilas, con un pequeño volante y dos botones, uno verde y uno rojo.

La abuela le explicó que en la época esos eran los juguetes más sofisticados: de control remoto: el niño podía dirigir el camión, hasta la longitud del cable, hacerlo girar o ir adelante y atrás. Además, aquel camión encendía los intermitentes del lado correspondiente cuando giraba.

Pero claro, ya no funcionaba. Hacía muchos años que unas pilas dejadas en el mando por descuido se habían sulfatado y habían convertido la caja con volante en un amasijo extraño, de textura granulosa y de color óxido tornasolado con tiras de blanco sucio. Olía raro.

Ahora, Conchi miraba el camión, con su inútil sistema de dirección "a poca distancia", lo ponía sobre la cama, observaba la minuciosidad de sus detalles: las puertas se abrían, y el interior tenía simulados los relojes del salpicadero, la palanca de cambios y hasta los botones de la tapicería de los asientos. Levantaba el volquete y lo dejaba caer. El mando sulfatado también tenía una palanca que funcionaba de forma mecánica: un cable como los de los frenos de la bici levantaba el volquete cuando se accionaba la palanca, pero ahora también estaba atorado. Se había convertido en un camión sin dirección a distancia.

Pero a Conchi le gustaba: hacía contraste con el glamour y los colores suaves, lilas, rosas y dorados de sus muchas muñecas, con su sofisticada presencia de anoréxicas felices, con sus complementos de diseño y su estupidez reflejada en el rostro. El camión era auténtico: era como los chicos, sencillo, basto, lleno de aristas cortantes, pero también tranquilo, estático.

Además, su padre había jugado mucho con aquel camión, le contó la abuela: lo sacaban "detrás del bloque", y jugaban a enterrar hormigueros, a deshacer los caminitos de las hormigas con sus ruedas de grueso dibujo, o a ver cuánto peso podría mover, atiborrando de piedras redondas, o de ladrillos de obra, su volquete amarillo.

Su padre había jugado mucho con todos sus juguetes, precisamente porque había tenido muy pocos. Los tenía que aprovechar al máximo, y sus cartas de Reyes eran peticiones muy meditadas y las cosas que pedía eran muy deseadas: no podía desaprovechar la ocasión de obtener uno de aquellos deseos. No se presentaría otra hasta mayo.

Pero esto, claro, ella no lo sabía. No lo sabía aún en aquella época. Lo sabría después. Poco a poco iría sonsacando a unos y a otros las cosas que siempre había querido conocer de su padre. Con el tiempo, llegó a hacerse una idea bastante definida de cómo había sido aquel niño, aquél joven, aquella persona de la que, en la época de esta historia, ella estaba tan irremisiblemente enamorada. Hoy día le asignarían un complejo de Edipo de proporciones épicas, pero eso ella, claro, tampoco lo sabía. Sólo sabía que la presencia de su padre le daba una seguridad, una calma y un bienestar que no hallaba con nadie más.

El camión estaba en la estantería de su cuarto. Había tenido que guardar muchas cosas "de niña", cositas de colores y de pequeño tamaño, coleteros, horquillas con mariquitas, pendientes de flores, frasquitos de colonia en miniatura, para poder colocar aquel camión tan grande y tan amarillo en el centro, en el lugar de honor.

Sus amigas le preguntaban siempre que por qué tenía un juguete de chico en su estantería y se burlaban cuando ella intentaba contarles la historia del camión, mientras que su padre se había puesto muy contento cuando ella apareció con el camión bajo el brazo, pero tampoco le había vuelto a hacer ningún caso. Le preguntaría más cosas a la abuela.