Cuca
Nunca pensó que pudiera caer tan bajo.
Ya se lo había advertido Cuca, su mejor amiga: ese hombre no te conviene. Pero ella, a Cuca, siempre le hacía el caso justo. Cuca era... diferente, extraña, con unas ideas un tanto raras.
Cuando eran niñas ya se había empezado a notar esa peculiaridad de Cuca. Era la más guapa, la más especial de la pandilla: rubia en tierra de morenas, alta y delgada en aquella ciudad del sur que abundaba en nenas redonditas y regordetas de piernas cortas. Además, hablaba raro.
Sería porque su lengua materna no era el castellano: su madre era europea: suiza, o danesa, o algo así. Su padre era un emigrante con suerte que había vuelto cuando los demás empezaban a irse, allá por los setenta, y pudo montar un bar (como casi todos los que volvían con algo de dinero en el bolsillo), que funcionó muy bien, a diferencia de la mayoría de los otros. Ahora era una especie de coctelería de diseño con mucho pijo dentro y raciones con más plato que anchoa.
Cuca no sabía columpiarse: estaba acostumbrada a que le empujara su madre o la chacha, porque los padres de Cuca tenían chacha: en realidad, era una chica para todo que había venido del pueblo para servir en el bar, pero que era demasiado torpe para vérselas con camioneros, obrerotes y borrachines de todo pelaje en aquél local de barrio, y el padre de Cuca había recomendado su traslado a casa, donde lo mismo limpiaba que cuidaba de la niña, que planchaba (mal) sus vestiditos.
Como no sabía columpiarse, ni tenía la más mínima intención de aprender, los demás niños se metían con ella; además, tampoco sabía subirse a los árboles ni saltar a la comba, ni hacer aquello de las gomas por el tobillo, por la rodilla... Ya se ha dicho: era diferente.
Cuca le había calado a la primera: ese hombre no te conviene. Pero ella no veía nada; siempre le pasaba lo mismo: no era capaz de discernir en cuanto se encoñaba (esto último nunca se habría atrevido a decirlo en alto; se sonrojaba casi con solo pensarlo). Era un tío de una pieza: alto, bien parecido, con una sotobarba de tres días, estilo Bosé, y vestido siempre con prendas que parecían de segunda mano, pero que él conseguía hacer parecer si no elegantes, al menos, a la moda.
Él lo sabía: se sabía mirado y admirado y lo explotaba, con hombres y con mujeres. En su trabajo de más o menos comercial, de casi directivo, de prácticamente no se sabe, utilizaba su encanto para obtener contratos, o acuerdos, o lo que fuera. En la vieja tradición ibérica de los tratantes de caballos, vivía al día, gastaba más de lo que ingresaba, pero se apañaba para ir medrando.
Era una historia como tantas: ella estaba harta de verla en pelis, leerla en novelas más o menos rosas, e incluso de escuchar cómo se la contaban amigos y amigas, con diferente nivel de variación.
Ella se había prendado de él nada más verlo: precisamente en el bar del padre de Cuca, acodado al mostrador, haciendo algún tipo de observación por la comisura de la boca con otro tipo, de la misma facha, que también mira de reojillo a toda hembra que entra en su radio de visión. Cuando pasó ella, también fue objeto de escrutinio. Debió pasar la prueba, porque, con un movimiento ondulante, desde la cadera, y adelantando el mentón, él se le acercó.
No quería recordar el acercamiento, acoso y derribo que siguió: podría haberlo firmado Peckinpah para uno de sus westerns. El caso es que ella había caído presa de patas.
Ahora, después de arrastrarla por el fango, como podría salir en un diálogo de western, por todos los garitos de parejas liberales, intercambio, sadomaso y perversión de la ciudad, y había unos cuantos, ella, se había caído, por fin, de la higuera.
Y se había caído no porque aprendiera, ni porque se le hubieran abierto los ojos, sino porque él le había dado esquinazo. El la tomó, y él la dejó tirada. Tampoco quería recordar la escenita, tipo "Francamente, querida, me importa un bledo" pero sin bigotito y con las orejas menos de soplillo.
Cuca, tenía razón. Cuca, la diferente, la rara, la que había conseguido estabilizar su vida, terminar la carrera de farmacia, ascender en los laboratorios hasta donde ella no quiso comprometerse más, parir tres niños guapos, rubios, aunque menos que ella, inteligentes y felices y aguantar a aquél oso tranquilo, estable, risueño y bonachón durante casi veinte años, de nuevo tenía razón.
Igual, tampoco era tan rara.
1 Cosas:
Cuando el amor se confunde con mendigar cariño.
Cuando el sentido común se toma vacaciones, dejando el sitio libre a una pasión más cercana a la locura que a la satisfacción.
Cuando las personas dejan de creer en ellas mismas... si es que alguna vez lo hicieron.
Sigue, por favor.
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