Cuentos Tontos

Esas historias que se te ocurren de repente, cuando pasa a tu lado un viejo con una boina de aquellas, o cuando se te sienta enfrente en el autobús una embarazada con esa cara mezcla de alegría, suficiencia y sufrimiento. Esas.

28.3.06

Historia de dos farolas

La esquina del fondo está oscura.

En esa esquina hay una farola. Una farola de esas antiguas, de forja, que tanto ambiente dan a los centros históricos y a los barrios recientemente remodelados, puestas para hacer juego con los montantes de puertas en granito que se dejan al rehabilitar los edificios y venderlos por apartamentos de superlujo.

En el granito viejo de los montantes pone 1617, o "Asegurada de incendios", o "Manzana 36b". Luego, miras a la fachada y es una especie de híbrido entre el Endeavour y la granja de mi abuela: unos balcones de hierros retorcidos, intentando recuperar el estilo recargado y absurdo del siglo XVI con ventanas climalit en PVC, a través de las cuales además, se ven lámparas zen y techos estucados con rieles de iluminación en neón. Absurdo.

Ayer estaba intacta

En la esquina, decíamos, hay ahora un triángulo de oscuridad debido a la forma de codo de la calle y a que la farola está apagada. Está apagada porque tiene la bombilla rota. La bombilla y el cristal frontal del farol.

Se ve que en el botellón de anoche, alguno tuvo la ocurrencia de demostrar la buena puntería que conservaba a pesar del litro y medio de calimocho que llevaba en lo alto, o que un conato de pelea salió por los cerros de úbeda, con litronas volando y destrozos varios, o simplemente, que a alguno que pasaba le dio por tirar la botella más alto de lo normal.

En la plaza también hay un círculo oscuro. La farola del centro, rodeada por una verja que no se sabe muy bien qué pretende proteger, o a quién pretende desanimar de qué, también está apagada. Pero en esta no se ve nada roto. Se habrá fundido la bombilla, digo yo. La verja, de una altura extraña, no impide saltarla, pero lo incomoda: llega justo a la entrepierna del probable usurpador. Además, tampoco encierra nada: en el cerco que delimita, no hay nada: no hay jardín, ni flores, ni nada; sólo la farola. Habría que buscar al urbanista que decidió colocar una verja de un metro y medio de diámetro alrededor de una farola de hierro, y darle algún premio, o algo.

Desde el círculo oscuro del centro de la plaza no se ve el triángulo sombrío del codo de la calle, pero si vienes paseando desde la calle ancha, y coges por el arco de la calle en forma de codo, al encontrarte ese segundo vacío, tienes una sensación de continuidad, de que es el segundo capítulo de algo, como cuando te encuentras a un desconocido varias veces en un barrio por el que no sueles parar y te imaginas una historia. Las dos farolas parecen estar unidas por algún guión. Parece que te falte un hilo conductor para una historia que relacione los dos huecos de sombra en un barrio por demás sombrío: cuando el ayuntamiento intenta "preservar" el espíritu de Siglo de Oro, y a la vez vender lo mejor posible los edificios antiguos no suele conseguir un efecto completo: parece que estos barrios modernizados hayan dejado de ser lo que eran, sin llegar a ser otra cosa... están como a mitad de camino, como bocetos inacabados. Da la sensación de que falta algo, de que algo no pega, como si estuvieras paseando por uno de aquellos decorados de pueblo del oeste de película italiana que se quedaron en Almería, o aquí en la sierra. No cuela.

Las dos farolas están apagadas. Y están unidas por una historia.
Una historia que no conoces.
Te vas a casa con un punto de angustia, y caminas por la acera iluminada.
Por si acaso.

24.3.06

Cuca

Nunca pensó que pudiera caer tan bajo.

Ya se lo había advertido Cuca, su mejor amiga: ese hombre no te conviene. Pero ella, a Cuca, siempre le hacía el caso justo. Cuca era... diferente, extraña, con unas ideas un tanto raras.

Cuando eran niñas ya se había empezado a notar esa peculiaridad de Cuca. Era la más guapa, la más especial de la pandilla: rubia en tierra de morenas, alta y delgada en aquella ciudad del sur que abundaba en nenas redonditas y regordetas de piernas cortas. Además, hablaba raro.

Sería porque su lengua materna no era el castellano: su madre era europea: suiza, o danesa, o algo así. Su padre era un emigrante con suerte que había vuelto cuando los demás empezaban a irse, allá por los setenta, y pudo montar un bar (como casi todos los que volvían con algo de dinero en el bolsillo), que funcionó muy bien, a diferencia de la mayoría de los otros. Ahora era una especie de coctelería de diseño con mucho pijo dentro y raciones con más plato que anchoa.

Cuca no sabía columpiarse: estaba acostumbrada a que le empujara su madre o la chacha, porque los padres de Cuca tenían chacha: en realidad, era una chica para todo que había venido del pueblo para servir en el bar, pero que era demasiado torpe para vérselas con camioneros, obrerotes y borrachines de todo pelaje en aquél local de barrio, y el padre de Cuca había recomendado su traslado a casa, donde lo mismo limpiaba que cuidaba de la niña, que planchaba (mal) sus vestiditos.

Como no sabía columpiarse, ni tenía la más mínima intención de aprender, los demás niños se metían con ella; además, tampoco sabía subirse a los árboles ni saltar a la comba, ni hacer aquello de las gomas por el tobillo, por la rodilla... Ya se ha dicho: era diferente.

Cuca le había calado a la primera: ese hombre no te conviene. Pero ella no veía nada; siempre le pasaba lo mismo: no era capaz de discernir en cuanto se encoñaba (esto último nunca se habría atrevido a decirlo en alto; se sonrojaba casi con solo pensarlo). Era un tío de una pieza: alto, bien parecido, con una sotobarba de tres días, estilo Bosé, y vestido siempre con prendas que parecían de segunda mano, pero que él conseguía hacer parecer si no elegantes, al menos, a la moda.

Él lo sabía: se sabía mirado y admirado y lo explotaba, con hombres y con mujeres. En su trabajo de más o menos comercial, de casi directivo, de prácticamente no se sabe, utilizaba su encanto para obtener contratos, o acuerdos, o lo que fuera. En la vieja tradición ibérica de los tratantes de caballos, vivía al día, gastaba más de lo que ingresaba, pero se apañaba para ir medrando.

Era una historia como tantas: ella estaba harta de verla en pelis, leerla en novelas más o menos rosas, e incluso de escuchar cómo se la contaban amigos y amigas, con diferente nivel de variación.

Ella se había prendado de él nada más verlo: precisamente en el bar del padre de Cuca, acodado al mostrador, haciendo algún tipo de observación por la comisura de la boca con otro tipo, de la misma facha, que también mira de reojillo a toda hembra que entra en su radio de visión. Cuando pasó ella, también fue objeto de escrutinio. Debió pasar la prueba, porque, con un movimiento ondulante, desde la cadera, y adelantando el mentón, él se le acercó.

No quería recordar el acercamiento, acoso y derribo que siguió: podría haberlo firmado Peckinpah para uno de sus westerns. El caso es que ella había caído presa de patas.
Ahora, después de arrastrarla por el fango, como podría salir en un diálogo de western, por todos los garitos de parejas liberales, intercambio, sadomaso y perversión de la ciudad, y había unos cuantos, ella, se había caído, por fin, de la higuera.


Y se había caído no porque aprendiera, ni porque se le hubieran abierto los ojos, sino porque él le había dado esquinazo. El la tomó, y él la dejó tirada. Tampoco quería recordar la escenita, tipo "Francamente, querida, me importa un bledo" pero sin bigotito y con las orejas menos de soplillo.

Cuca, tenía razón. Cuca, la diferente, la rara, la que había conseguido estabilizar su vida, terminar la carrera de farmacia, ascender en los laboratorios hasta donde ella no quiso comprometerse más, parir tres niños guapos, rubios, aunque menos que ella, inteligentes y felices y aguantar a aquél oso tranquilo, estable, risueño y bonachón durante casi veinte años, de nuevo tenía razón.

Igual, tampoco era tan rara.

21.3.06

Gris

Lluvia fina.

Los adoquines, ya casi destrozados por el tiempo y el tonelaje del tráfico rodado que soportan, brillan entre charcos. Es de las poquitas calles adoquinadas que quedan en la ciudad, y no durará mucho. Ya se ha perdido aquello de Simon y Garfunkel : narrow streets of cobblestone. Hace mucho que no quedan calles adoquinadas, incluso aquel parche delante del Museo del Prado que tanto le costó defender al viejo profesor, porque aportaba autenticidad al entorno más turístico de la ciudad.
Ruido de tacones. Tacones finos, de esos que aparecen en las fantasías de los fetichistas; de esos que sólo se ven en las pelis porno y en las pasarelas rojas de los grandes festivales.

Las farolas destilan gotas más gordas que tienen su propio chop al caer al charquito entre adoquines, y te salpican los zapatos y los bajos de los pantalones más que la propia lluvia, que tampoco es tal. Es más como calabobos, o como orbayo que dirían los celtas. Esa lluvia tonta y molesta que no sirve para nada y que sólo mancha y perturba.

Los tacones se acercan: el ruidito desacompasado por las irregularidades del adoquinado hace eco en la curva del arco sobre la calle de la derecha. No son de un solo par: al menos tres pares de tacones resuenan sobre el granito sucio y astillado. Lo raro es que no se oye nada más que los tacones: no hay charla, no hay risas... ni siquiera conversaciones en voz baja: tres mujeres caminando deprisa bajo una lluvia estúpida por una zona degradada del centro histórico de la ciudad. De lo que fue el centro histórico alguna vez: ahora ya sólo es una zona degradada, sucia y hedionda, en la que quedan apenas cuatro garitos con pretensiones de autenticidad, tiendas de "chinos" de las que abren a todas horas y venden absolutamente de todo, y adoquines.

Ahora ya se ven las sombras alargadas, saliendo bajo el arco de la calle estrecha: hay una farola en la fachada, en el mismo ángulo, que resalta más las sombras en ambos tramos de la calle empinada: no puede decirse que ilumine. El taconeo sigue acercándose.

Los vestidos que se recortan contra la luz mortecina y amarilla parecen acompañar esa idea fetichista de los tacones: minifaldas, transparencias, bolsos ridículos (para llevar, ¿qué?), y, sobre todo, silencio.

Las tres chicas siguen sin hablar: andan, con pasos casi marciales, casi acompasados, excepto que no se puede acompasar el paso con zapatos de tacón en un enlosado tan desparejo, tan lleno de charquitos estrechos pero profundos.

Una de ellas pierde el ritmo momentáneamente: va mas despacio mientras rebusca en su bolsito. Parece mentira que tenga que rebuscar tanto en algo de un tamaño tan reducido. Consigue encontrar un clínex y lo usa para limpiar unas gafas también minúsculas. Lleva un vestido rosado, que trasluce la farola de la esquina y muestra sus larguísimas piernas. Probablemente el top también lleve transparencias, pero no se distingue a esta luz. Es rubia, no se aprecian bien sus facciones. Las otras dos no se dan cuenta de que se ha quedado atrás, o al menos no giran la vista. Siguen sin hablar.

Ya han cruzado por delante de nosotros y ahora suben las escalerillas a la izquierda. Los tacones resuenan de forma algo diferente, pero el ritmo no ha cambiado mucho, sobre todo ahora que la del clínex ya se ha incorporado al grupo. No se oye nada más.

La lluvia tonta sigue alimentando los charquitos del empedrado y los chop, chop de los goterones que se condensan en los forjados de los faroles continúan su canción.
Los tacones se pierden en la distancia, con sus últimos clicks reberverando en las calles estrechas.

El óvalo amarillo de luz de la farola de la esquina sólo emite brillitos de las gotas.

17.3.06

Tanto monta

No me cuentes historias.

Dijiste que vendrías esta noche.

No puedes ahora, que ya he avisado a Claudio, a Berta y a María, echarte atrás y dejarme colgao. Además, María tiene unas ganas locas de conocerte. Le he hablado tanto de tí, y he mentido tanto, que debe pensar que eres un cruce entre Felipe González y Brad Pitt.

La semana pasada, cuando los ví en el campus, me contaron lo mucho que les habías gustado el otro día, lo interesante que les pareció tu historia de la carpeta, y me preguntaron literalmente que de dónde te había sacado.

De ningún sitio, les respondí: simplemente apareció. Estaba yo un día acodado en la barra del Charlot, sorbiendo despacito mi tercer orujo, con ese desinterés por la vida y por la muerte que da la depresión, la desgana y el medio pedo, cuando un capullo me sacudió un codazo entre las costillas. Eso sí, el tío se volvió y me pidió disculpas, y algo debió de ver en mis ojos medio estrábicos o sería en la baba que escurría por la comisura de mis labios, que me preguntó:
- ¿Estás bien, tío?
- Estoy, tron, que no es poco

Como además de partirme una costilla, el codazo me había tirado el vaso de la mano, el tío me pidió otro y ya enhebró conmigo:
- Pues no tienes buen aspecto
- ¡Vaya, mira, Ramón y Cajal! ¿Qué me pasa, doctor? ¿Dónde está Cajal?

El tío tenía paciencia, las cosas como son: yo me habría alejado de allí lo antes posible, pero el tío aguantó el tirón.
- Venga, colega, tampoco será pa tanto. Por buena que estuviera, ya aparecerá otra mejor.
- La hemos cagao: no es Ramón, ni Cajal.... ¡¡¡ es Lopez Ibor !!!

El tío estuvo tentado de darse la vuelta y perderse de vista, pero debía ser Santa Teresa disfrazada: se quedó.
- Vamos a tomarnos las copas aquí en esta mesa, tío. Y me cuentas.
- ¿Que te cuente? ¿Pero tú eres gilipollas? ¿Qué coño quieres que te cuente?

Y así empezó la historia, les conté. Desde entonces, no me lo he podido despegar. Ellos (ellas, sobre todo) dicen que si eres un tío estupendo, que si te preocupas tanto por los demás, que si hay que ver lo interesado que te muestras cuando te cuentan algo.

Pues eso, que ya sabes, que no puedes faltar, que tengo mesa reservada en La Vaca Verónica y que María está loca por conocerte... Que vengas, coño.

16.3.06

Conchi


Conchi tenía un camión.

Era un camión normal, no como el descapotable lila de la barbi, ni como el batmóvil. Era un simple camión.

Le gustaba a Conchi su camión: era un camión de obra, un volquete amarillo que había encontrado en el armario de su abuela, rebuscando maravillas.

La abuela le dijo que había pertenecido a su padre, cuando tenía un par de años más que ella. Que el chaval había estado todo el año pidiéndolo, y portándose bien, o intentándolo, para conseguir aquél camión por Reyes.

Así que lo cogió: ella ya sabía que era un juguete "de chicos": tenía seis años y ni un pelo de tonta, pero le gustó su amarillo chillón, sus aristas agudas que ya no se veían en los juguetes de ahora, su extraño mecanismo de dirección: un cable y una caja para guardar las pilas, con un pequeño volante y dos botones, uno verde y uno rojo.

La abuela le explicó que en la época esos eran los juguetes más sofisticados: de control remoto: el niño podía dirigir el camión, hasta la longitud del cable, hacerlo girar o ir adelante y atrás. Además, aquel camión encendía los intermitentes del lado correspondiente cuando giraba.

Pero claro, ya no funcionaba. Hacía muchos años que unas pilas dejadas en el mando por descuido se habían sulfatado y habían convertido la caja con volante en un amasijo extraño, de textura granulosa y de color óxido tornasolado con tiras de blanco sucio. Olía raro.

Ahora, Conchi miraba el camión, con su inútil sistema de dirección "a poca distancia", lo ponía sobre la cama, observaba la minuciosidad de sus detalles: las puertas se abrían, y el interior tenía simulados los relojes del salpicadero, la palanca de cambios y hasta los botones de la tapicería de los asientos. Levantaba el volquete y lo dejaba caer. El mando sulfatado también tenía una palanca que funcionaba de forma mecánica: un cable como los de los frenos de la bici levantaba el volquete cuando se accionaba la palanca, pero ahora también estaba atorado. Se había convertido en un camión sin dirección a distancia.

Pero a Conchi le gustaba: hacía contraste con el glamour y los colores suaves, lilas, rosas y dorados de sus muchas muñecas, con su sofisticada presencia de anoréxicas felices, con sus complementos de diseño y su estupidez reflejada en el rostro. El camión era auténtico: era como los chicos, sencillo, basto, lleno de aristas cortantes, pero también tranquilo, estático.

Además, su padre había jugado mucho con aquel camión, le contó la abuela: lo sacaban "detrás del bloque", y jugaban a enterrar hormigueros, a deshacer los caminitos de las hormigas con sus ruedas de grueso dibujo, o a ver cuánto peso podría mover, atiborrando de piedras redondas, o de ladrillos de obra, su volquete amarillo.

Su padre había jugado mucho con todos sus juguetes, precisamente porque había tenido muy pocos. Los tenía que aprovechar al máximo, y sus cartas de Reyes eran peticiones muy meditadas y las cosas que pedía eran muy deseadas: no podía desaprovechar la ocasión de obtener uno de aquellos deseos. No se presentaría otra hasta mayo.

Pero esto, claro, ella no lo sabía. No lo sabía aún en aquella época. Lo sabría después. Poco a poco iría sonsacando a unos y a otros las cosas que siempre había querido conocer de su padre. Con el tiempo, llegó a hacerse una idea bastante definida de cómo había sido aquel niño, aquél joven, aquella persona de la que, en la época de esta historia, ella estaba tan irremisiblemente enamorada. Hoy día le asignarían un complejo de Edipo de proporciones épicas, pero eso ella, claro, tampoco lo sabía. Sólo sabía que la presencia de su padre le daba una seguridad, una calma y un bienestar que no hallaba con nadie más.

El camión estaba en la estantería de su cuarto. Había tenido que guardar muchas cosas "de niña", cositas de colores y de pequeño tamaño, coleteros, horquillas con mariquitas, pendientes de flores, frasquitos de colonia en miniatura, para poder colocar aquel camión tan grande y tan amarillo en el centro, en el lugar de honor.

Sus amigas le preguntaban siempre que por qué tenía un juguete de chico en su estantería y se burlaban cuando ella intentaba contarles la historia del camión, mientras que su padre se había puesto muy contento cuando ella apareció con el camión bajo el brazo, pero tampoco le había vuelto a hacer ningún caso. Le preguntaría más cosas a la abuela.